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La conversión

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Entre los términos que más enredados nos resultan destaca este de la conversión, que no es más que la transformación que se opera en la persona, voluntariamente, en busca del cumplimiento de la Palabra del Seños en nuestras vidas. Convertirse implica un esfuerzo, a pesar de ser toda una gracia que recibimos. No me convierto al Señor solo porque yo lo quiera sino porque Él así lo ha querido, buscado y favorecido. Por tanto, podemos considerar ―desde todo punto de vista― que la conversión es un hecho de nuestra voluntad y que Dios ha concedido como una gracia, un don. La conversión nos transforma en nuestra esencia y se refleja en nuestro comportamiento; de manera que podemos decir que constituye nuestra respuesta de acogida a la voluntad de Dios en nosotros. Como don recibido, ha de ser cuidado y favorecido, pudiendo, entonces, referirnos a la conversión como un proceso dentro del cual nos sumergimos, iniciando un camino o recorrido que nos acercará a la voluntad de Dios en nuestras

Tu familia y tú:

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      Simplemente, Isabel: Muchas veces pensé que había familias maravillosas, que jamás tenían problemas y, si los tenían, los sabían resolver de manera ejemplar. Cuando tuve mi primera y gran amiga ―más que eso, una hermana muy cercana― fui descubriendo que algunas familias también tenían situaciones difíciles, que no se solían resolver ejemplarmente. ¡Eran ya dos! No obstante, tuve la dicha temprana de descubrir la realidad: todas las familias tienen problemas que no siempre se resuelven de manera ejemplar. Más aun, hay problemas que se manejan ejemplarmente y hay otros que se manejan desastrosamente. Como en todo lo que es vida, lo bueno, hermoso, gratificante o positivo se alterna de manera constante con lo malo, feo, desagradable o negativo. No obstante cualquier calificativo negativo que tu familia o los integrantes de ella puedan merecer, a eso se le oponen numerosas cualidades (calificativos positivos), las cuales nos toca descubrir y favorecer. Porque, así como la

Prudencia y necedad

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                                                                       D os palabras comunes que, a veces, no consideramos lo suficiente y que Jesús trae  a colación en su Evangelio. ¿En qué consiste?  La  prudencia es una virtud que dispone la actitud razonable y práctica para enfrentar las situaciones con éxito y bien. La necedad, por el contrario, es una cualidad o característica de ignorancia en el individuo que lo mueve a actuar desacertadamente e, inclusive, a no actuar. Son, pues, actitudes y caminos opuestos para conducirse en la vida. Mientras aquella actitud de vida es responsable, proactiva, relativamente segura, ésta implica irresponsabilidad, tendencia al fracaso al abordar situaciones diversas. No obstante, las aparentes características positivas o negativas de ambas acciones, la prudencia excesiva nos puede inutilizar y anular mientras que la necedad nos puede llevar a la sagacidad que nos impulsa a callar, pensar y actuar con sabiduría. Evidentemente, hay un

Hacernos presentes

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  Con gusto profundo he observado el desarrollo de la participación de un niño en mi parroquia. Habiendo llegado un poco más tarde que los demás, este niño se ha involucrado en las actividades de la misma con entusiasmo y, aparentemente, con plena disposición a continuar y permanecer. Decir esto sobre una actividad relacionada con Dios es mucho hoy en día. A nuestro mundo no le interesa tanto este tema, o, por lo menos, eso es lo que a simple vista podemos percibir. Se le conoce como «Mundo sin Dios» ya desde el primer Salmo de la Biblia. Los catequistas constantemente se lamentan de que los niños y jóvenes no participan, lo cual, en realidad, es consecuencia de su entorno familiar, sus valores y prioridades. Por otra parte, no es que sea un asunto que te haga popular o del que puedas hablar fácilmente con tus compañeros y amistades, las cuales, aparte de llamarte fanático, harán lo posible porque participes en otro tipo de actividades ajenas a la fe. Dentro de esta decisión pe

¿Hipócritas?

La Palabra de Dios nos golpea con este término que, a muchos, les resulta ofensivo. Queremos lucir sinceros pero, en numerosas oportunidades, pareciera que no lo somos. De esta manera Jesús calificaba a los buenos de la sinagoga que se molestaron porque Jesús sanara a una mujer de su encorvamiento de muchos años, el cual casi le impedía caminar, pues lo había hecho en día sábado. Y me pregunto si no somos así también nosotros, que defendemos banderas en nuestra vida y actuamos de manera diferente a aquello que anunciamos. Así, por ejemplo, siendo defensores de la paz, críticos ante las guerras, opuestos a enfrentamientos familiares o sociales …pero, hacemos pequeñas y ocultas guerras cada día en nuestros ambientes privados. Tal vez sea porque no hemos descubierto la similitud entre esa situación que criticamos y nuestra propia actuación y, por lo tanto, nunca recae sobre nosotros mismos la lupa. Conviene, pues, volver a no

Apariencia y Realidad

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                                                                                                                                                                     Nuestros sentidos son una maravillosa herramienta para conocer el mundo –con todo lo que esto implica–, así como para relacionarnos con él.   Sin embargo, no siempre lo que percibimos es lo real. La subjetividad particular de cada ser en diferentes momentos puede traducir la realidad verdadera en una realidad subjetiva y alterada. Así, pues, mis propias experiencias personales o comunitarias pueden llevarme a malinterpretar las señales reales que percibo por medio de mis sentidos, pudiéndose hablar de ceguera cuando el sentido físico funciona anatómicamente bien pero, realmente, me desempeño como aquel que no ve. Este fenómeno puede percibirse como algo bueno o malo, positivo o negativo, beneficioso o perjudicial. Y siempre dependerá de mí la posición que yo asuma para ver el mundo. Cuando yo amo a alguien no percib

La caridad

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                                                                                                                                                       La caridad es un don divino a través del cual logramos amar más de lo que en forma natural podríamos hacer. Así, siendo imperfectos como somos, --y a pesar de ello--, llegamos a amar al estilo de Dios. Sin embargo, esto no es posible por nuestras solas fuerzas humanas: necesitamos la ayuda de Dios.   Jesucristo, el Señor, nos mandó amar como Él nos ama. El corazón que ama a Dios sinceramente desarrolla ese amor puro, que traspasa barreras y mueve montañas sociales. Cuando dejas que tu corazón te dirija para hacer el bien a otros, este debe haberte conmovido, te debe haber llevado a sentir: ¿Qué pasaría si fuera yo?, ¿qué me gustaría que hicieran por mí?, ¿qué necesita realmente esta persona de mí? Sin embargo, hay personas que hacen el bien, pero, a la primera ocasión que encuentr