La conversión
Entre los
términos que más enredados nos resultan destaca este de la conversión, que no
es más que la transformación que se opera en la persona, voluntariamente, en
busca del cumplimiento de la Palabra del Seños en nuestras vidas.
Convertirse implica un esfuerzo, a pesar de ser
toda una gracia que recibimos. No me convierto al Señor solo porque yo lo
quiera sino porque Él así lo ha querido, buscado y favorecido. Por tanto,
podemos considerar ―desde todo punto de vista― que la conversión es un hecho de
nuestra voluntad y que Dios ha concedido como una gracia, un don.
La conversión nos transforma en nuestra esencia y
se refleja en nuestro comportamiento; de manera que podemos decir que
constituye nuestra respuesta de acogida a la voluntad de Dios en nosotros. Como
don recibido, ha de ser cuidado y favorecido, pudiendo, entonces, referirnos a
la conversión como un proceso dentro del cual nos sumergimos, iniciando un
camino o recorrido que nos acercará a la voluntad de Dios en nuestras vidas y
nos tiene que llevar a ser mejores personas.
Puede entenderse, pues, que nuestra conversión es
la respuesta favorable a un llamado de vida recibido, el cual nos impulsa a una
transformación real, no de apariencias, que nos hace personas nuevas y más
parecidas a esa imagen de Dios a cuya existencia hemos sido llamados y atraídos.
Es, en consecuencia, la gratitud a Dios lo que
debe alimentar nuestra incursión por este camino novedoso y vivificante que,
seguramente, traerá un cúmulo de nuevas experiencias y hará renacer nuestro
encuentro con Dios y con las personas.
Asimismo, es evidente que si yo he podido iniciar
un camino de conversión con la gracia de Dios, quienes constituyen mi entorno
también lo pueden hacer; solo dependerá de la respuesta que vayan dando. Podemos
estar seguros de que Dios no llama individuos solos, Él llama pueblos enteros y
se glorifica en ellos.
¡Dios te bendiga!
Simplemente,
Isabel Simplemente, Isabel y Poemas para nuestros pequeños poetas, ya están disponibles.
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