La Cruz de la vida

 

Últimamente ha sido muy frecuente escuchar hablar de cruces. Se las clasifica de muchas maneras, pero, siempre, una cruz es algo incómodo que ­­–por su misma forma– en sus extremos nos relaciona con la pequeñez del barro que nos constituye y, a la vez, por el otro, nos señala el cielo al cual aspiramos, la grandeza de ser hijos del que habita en lo alto, el Señor.


Sin embargo, en su mitad superior, la cruz nos refiere a ese que va con nosotros, muy próximo, y que espontánea o forzosamente, nos ayuda a cargar el madero cuando a nosotros nos resulta imposible hacerlo. Así, pues, la cruz es la vida misma.

¿Habrá alguna persona que jamás haya sentido su incapacidad para seguir adelante en alguna circunstancia difícil? Hasta los niños experimentan esa desazón y, entonces, vuelven sus brazos abiertos hacia la madre, seguros de conseguir auxilio.

Hay cruces de soledad, de desamor, de desprecio, de dolor físico, de arrepentimiento, de injusticia, de equivocación, de enfermedad… ¡de tantas maneras se pone de manifiesto el dolor y la maldición de la cruz!

No obstante, recordemos siempre que ‘la Cruz’ dejó de ser maldita al convertirla Cristo en su trono para la Salvación. Es pues, vueltos hacia el Crucificado, como podremos cargar con nuestras cruces y convertirlas en causa de bendición.

Acudamos al ‘Especialista de la Cruz’ ante nuestro dolor y necesidad.

¡Dios te bendiga!

 

Simplemente,

                   Isabel

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