Compartir
Hoy vamos a reflexionar un poco
sobre un término muy frecuentemente usado. Se trata de la palabra compartir, un verbo transitivo proveniente
del latín compartīri, y que implica
la acción de distribuir, repartir o dividir algo en varias partes. De modo que involucra
que se pueda disfrutar en común de una cosa importante.
Una madre de cinco hijos sabe muy
bien lo que cuesta y conlleva compartir, aun cuando no sepa definirlo. Hacer
partes, iguales o no, para que ninguno se queje de que le tocó menos que al
otro, lo cual puede no ser fácil. Y, aun cuando no siempre implique la absoluta
igualdad entre sus partes entregadas, este término refiere la satisfacción de
todos los beneficiarios de la acción.
Cuando hablamos de compartir
hablamos, también, de dar. En su expresión más excelente involucra la manera
refleja, darse. Así, quien comparte algo hace bien si esta acción ha sido
equitativa y bastante satisfactoria para los beneficiarios. No obstante, el
grado excelente abarca al individuo que se entrega a sí mismo en la totalidad
de la acción y refleja equidad y compromiso de dar plena satisfacción a las
apetencias ajenas. No te das al entregar algo medio hecho o realizado sin mayor
cuidado.
El arte de compartir bien es el resultado
de la práctica constante. Por eso, tal vez, siempre queremos que una persona -y
no la otra- sea la que reparta la comida que más nos gusta, para que a ninguno
le toque menos. Hacerlo, por tanto, involucra una gran responsabilidad.
Compartir, pues, se aprende desde el hogar y constituye una actividad a
desarrollar constantemente.
Recuerdo que una compañera de
trabajo siempre llevaba la torta para los cumpleañeros del mes en nuestras
reuniones. A veces era equitativa su inversión, pero, normalmente, ella gastaba
más que el resto de los compañeros, aunque no se trataba de la persona de mejor
condición económica del grupo.
Un día le pregunté por qué lo
hacía. Su explicación fue elocuente para mí: cuando ella preparaba la torta lo
hacía pensando en la persona homenajeada, recordándola, amándola a pesar de sus
defectos y encomendándola a Dios para que la bendijera abundantemente.
Así, esta mujer no solo terminaba
compartiendo la torta sino, además, se daba en cada bocado que comíamos. Tal y
como lo hacen tantas personas cerca de nosotros, desde su pequeñez, en donación
permanente.
También recuerdo a Elena, mujer
humilde y sencilla, que recibía ayudas del ropero parroquial y que, sin
embargo, repartía de lo recibido para ayudar a otros que ella sabía que lo
necesitaban.
Compartir es, más aun, una actitud
de vida, en la cual darse es brindar tus capacidades, tus mejores esfuerzos, tu
tiempo, tu energía y tus posibilidades para entregar desde tu interior aquello
de lo que alguien carece.
Cuando das algo material siempre
puedes dar algo inmaterial. Una mirada, una sonrisa constituyen tu inmensidad
que se entrega y se comparte junto a lo que contienen tus manos extendidas. El
valor de esto no es tan grande como el del gesto con que entregas, que abre una
fuente de tu vida a aquella persona.
Entonces, solo entonces, te
constituyes en multiplicador, como el Hombre de Galilea, quien, siendo también
Dios, podía alimentar a miles con su fuente de amor abierta para todos los que
lo seguían.
Cierto es que no somos Dios y que
tenemos tantos dolores y limitaciones dentro de nosotros que, algunas veces, ni
tan siquiera podemos dar; pero, lo que no es menos cierto es que cuando nos
damos en ese gesto fraterno nuestra intención abre caminos a la misericordia
que habita en nuestro ser y se vuelve manantial para nuestra vida y la de
quienes lo necesitan.
¿Dar a otros? ¡Muy bien!
¿Darse a otros? ¡Excelente!
¿Compartir con otros? ¡Darse hasta la Cruz!
Excelente escrito, me encanto t gran enseñanza de vida
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