Predicación de las Siete Palabras Semana Santa 2016

LAS SIETE PALABRAS:
I PALABRA: PADRE, PERDÓNALES, QUE NO SABEN LO QUE HACEN
II PALABRA:
EN VERDAD TE DIGO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO
III PALABRA:
MUJER, HE AHÍ A TU HIJO, HE AHÍ A TU MADRE
IV
PALABRA: DIOS MÍO, DIOS
MÍO ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
V PALABRA;
TENGO SED
VI PALABRA:
TODO ESTÁ CONSUMADO
VII PALABRA:
PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
I
PALABRA:
PADRE,
PERDÓNALES, QUE NO SABEN LO QUE HACEN.
(Lucas 23,34)
"Cuando
llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, y a los dos
malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen. Dividiendo sus vestidos, echaron suerte sobre ellos. El pueblo
estaba allí mirando, y los gobernantes mismos se burlaban, diciendo: A otros
salvó; sálvese a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido. Y le escarnecían
también los soldados, que se acercaban a Él ofreciéndole vinagre y diciendo: ‘Si
eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo’. Había también una inscripción
sobre Él: Este es el rey de los judíos (Lc
23, 33-38)".
REFLEXIÓN: Nos
encontramos ante la Palabra de perdón.
En
una oportunidad Pedro le había preguntado a Jesús si se debía perdonar hasta
siete veces a quien le hubiera ofendido. Probablemente él pensaba que era una
posición acorde con las enseñanzas del Maestro. Seguramente se sorprendieron
todos los que lo escuchaban cuando Él les dijo que ‘setenta veces siete’. Y
seguramente, también, ninguno se atrevió a hacer planteamientos de desacuerdo,
no porque hubieran captado íntegramente la instrucción, sino porque Jesús les
explicó con un ejemplo (Mateo 18, 21-22)…
Sin
embargo, para ejemplos, el propio… Había llegado el momento de la ‘práctica
final’ para Jesús. Llevaba tres años explicando las Escrituras a este pueblo
que llevaba cientos de años tratando de caminar según la Ley de Dios. El Hijo
de Dios se presenta y comienza a hablar de una manera novedosa y a explicar un
sentido nuevo –pero congruente- para cuanto decía la Ley. Muchos se habían
sentido afectados -especialmente los poderosos de la fe- por cada palabra y
gesto de quien se proclamaba el Mesías de Dios. La Cruz había hecho presente ‘el momento de Jesús’. Un momento que
ninguna persona querría protagonizar.
Y he
aquí que el ‘perdonar siempre’ se cumplía: el Maestro -vuelto gusano por el
poder político y religioso del momento-, sin contradecirse, hablaba a su Padre
pidiéndole perdón para quienes no sabían lo que hacían, para quienes eran
responsables –de una u otra manera- de lo que se le hacía… Salivazos,
humillaciones, desnudez pública, carne desgarrada, espinas sobre sus sienes, latigazos
y golpes… No pidió que no lo lastimaran -por cuanto Él había aceptado ese
cáliz- ni bajar de la Cruz. No. Pidió a su Padre que perdonara a quienes habían
hecho todo eso… no sabían lo que hacían…
Aunque
pueda decirse que se refería a los soldados, quienes no sabían que estaban
tratando de manera tan cruel al propio Hijo de Dios, ciertamente podemos entender
que Jesús sí pedía a su Padre que los perdonara, siempre, porque si alguien
hubiera podido comprender qué le hacían al Justo, no lo habrían hecho.
Simplemente, Él estaba “orando por sus perseguidores” (Mt, 5, 44); y, si bien
la ignorancia propia y de quienes les dirigían (Hechos 3, 17) había causado tal
horror, ‘Dios había cumplido así lo que
había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de
padecer’ (Hechos 3, 18).
Si
Jesús cargaba con las culpas de la humanidad, era de esta humanidad de quien
hablaba cuando dijo ‘no saben lo que
hacen’…
Si
tú y yo tuviéramos idea de lo que implica cada falta nuestra contra las
personas y el mundo mismo, seguramente nos esforzaríamos por mantenernos en
conformidad con el comportamiento que Dios nos pide. Porque no sabemos… agredimos a nuestros padres,
hijos y hermanos, dañamos la naturaleza, destrozamos dignidades personales
–propias y ajenas-, deformamos nuestras mentes y nuestras conciencias, tomamos
lo ajeno –aun la vida de otros- destruimos la creación maravillosa que Dios
hizo en cada persona, incluyéndonos...
ORACIÓN:
Padre misericordioso, que nos entregaste a tu Hijo Unigénito para salvarnos de
nuestro pecado, danos el valor de reconocernos pecadores y necesitados de tu
Gracia, para que podamos vencernos y superar el pecado que nos aleja de Ti y
nos daña a nosotros y a nuestro prójimo. Amén.
II
PALABRA:
EN
VERDAD TE DIGO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO
(Lucas
23, 39-43)
39Uno de los malhechores que estaban colgados
allí Le lanzaba insultos (blasfemias), diciendo: "¿No eres Tú el Cristo?
¡Sálvate a Ti mismo y a nosotros!" 40Pero el otro le contestó, y reprendiéndolo,
dijo: "¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma
condena? 41Nosotros a la verdad, justamente, porque
recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha
hecho." 42Y añadió: "Jesús, acuérdate de mí cuando
estés en tu reino." 43Entonces Jesús le dijo: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso." (Lucas
23, 43)
REFLEXIÓN: Esta es
la Palabra de la esperanza. Aunque hayamos podido vivir constantemente
bordeando el pecado, hay momentos de nuestras vidas en los cuales no podemos
menos que ver la verdad y liberarnos del yugo de la esclavitud del pecado. Así
como sucedió en la cruz a aquellos que sí pudieran haber merecido ser
castigados por sus delitos.
Jesús, el Santo de Dios,
ha sido colocado entre dos malhechores, en medio de ellos, en medio de un mundo
que descansaba en el pecado. Con lo cual no solo se cumplía la Escritura –‘y
fue contado entre los malhechores’ (Isaías 53, 12)- sino que ese mundo recibía
la Luz y el perdón del único que tenía poder para dárselo, Jesucristo.
Y, en ese momento, a
punto de culminar el ejemplar castigo para aquellos dos hombres con su cruel
muerte, se aprecian dos posiciones divergentes: uno –conocido como el ‘mal
ladrón’- se une a la corriente de poder ofendiendo a Jesús y hasta retándolo
–como si a Jesús le hubiera importado alguna vez el qué dirán-, no para que
obrase con poder sino para aprovechar la oportunidad de humillarlo también él. No
hay en este hombre reconocimiento y arrepentimiento de sus faltas. Ni cree en Jesús
ni espera nada de Él.
Sin embargo, ante tanto
dolor y tanto escarnio, el otro malhechor –conocido como Dimas, el ‘buen
ladrón’- descubre la Verdad: ¡éste sí es el Mesías de Dios! Y aprovecha su
momento, ese que el mundo le negó porque estaba etiquetado como ‘malo’ o porque
no tenía fuerzas para dejar atrás la comodidad del pecado, y decide implorar
Misericordia: ‘acuérdate de mí cuando estés en tu Reino’. Estaba ante ‘el Rey’
y debía aprovechar de pedir lo que nadie más podría darle: el Reino de Dios.
Sus palabras son dichas desde la fe, que lo llena de esperanza y le permite
hablarle en dignidad al Señor, llamarlo por su Nombre y suplicar; no por ser
santo, sino por estar arrepentido y reconocer que en ese Jesús estaba su
salvación.
La respuesta de Jesús
debió llenarlo de paz: ‘estarás conmigo en el Paraíso’.
ORACIÓN: Padre bueno, que amas al pecador y aborreces su
pecado, danos la capacidad de descubrir la Presencia de Jesús en medio de
nuestras situaciones. Haz que, llegado el momento final, podamos suplicar a Él
la Salvación que Él mismo nos ganó con su padecimiento y muerte en la Cruz e ir
a vivir en las moradas celestiales eternamente. Amén.
III
PALABRA:
MUJER, HE AHÍ A TU HIJO, HE AHÍ A TU MADRE
(Juan
19, 26-27)
Jesús, viendo a su madre y junto a ella al
discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he ahí a tu
hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre." (Juan
19, 26-27).
REFLEXIÓN: Es la Palabra de previsión. Faltan pocos minutos para que Jesús muera. No
olvida el Señor ni a su Madre ni al discípulo amado. María no tenía esposo ni
otros hijos, razón por la cual debía ser confiada a la protección de alguien. Y
era posible que se la confiara a algún familiar, con quienes se mantenía
relacionada, como es el caso de María de Cleofás que la acompañaba al pie de la
Cruz. A pesar de eso, Jesús decide confiarla a Juan, su discípulo amado. Es
evidente que hay algo más que el deseo de cuidar de su Madre; más aún si
consideramos que, inmediatamente, se dirige al discípulo y agrega ‘he ahí a tu
Madre’.
La que le dio la vida
como hombre en su seno virginal no podría quedarse añorando un pasado que ya
había producido sus frutos. Ella debía seguir hacia adelante; le correspondía
ahora la misión de ser Madre de los cristianos, Madre de la humanidad toda, la cual le es
confiada en la persona de Juan. Desde el Calvario, María fue constituida en
Madre nuestra.
Conviene apreciar una
palabra, ‘Mujer’, con la que Jesús designa a su Madre. Otra mujer, Eva -la
madre de todos los vivientes (Génesis 3, 20)-, había contribuido a que el
pecado entrara en el mundo. María se constituye, pues, en la nueva Eva, la que
coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención, restableciendo, así, la
figura de la ‘mujer’, cuya maternidad ha de difundir entre los hombres la vida nueva
en Cristo. Ahora el antiguo ‘sí’ se hace nueva relación maternal. Su relación
de Madre lo es ahora con cada uno de los cristianos; más aún, con cada hijo de
Dios.
ORACIÓN: Padre nuestro, que quisiste que en María todos
tus hijos tuviéramos una Madre, ayúdanos a confiarnos a sus cuidados maternales
y a imitar esa su extraordinaria confianza en tu amor providente. Amén.
IV
PALABRA:
DIOS
MÍO, DIOS MÍO ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
(Mateo
27, 46)
"Desde
la hora sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de
nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: ¡Eloí,
Eloí, lama sabachtani! Que quiere decir:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
desamparado? Algunos de los que allí estaban, oyéndolo, decían: A Elías
llama éste" (Mt 27, 45-47).
REFLEXIÓN: Es la Palabra de
desolación En este momento conviene
recordar que nos encontramos ante ese
Jesús que, siendo de condición
divina, no se igualó a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición
de esclavo, haciéndose semejante a los hombres; que se veía como un
hombre común y corriente, pero que fue capaz de humillarse a sí mismo, ‘obedeciendo
hasta la muerte y muerte de cruz’. ( Filipenses 2,6-11)
Jesús sabía que su Padre estaba con Él, a su lado, pero
que no intervendría. Entre ellos se había producido una especie de acuerdo,
según el cual el Padre le habría dicho: si
aceptas el Cáliz, Yo no intervendré. Pero Jesús, en su condición de ser
humano, está vivenciando el sufrimiento y la angustia que cualquier persona
puede sentir ante el dolor, la soledad, el abandono, la injusticia, la
violencia, el rechazo, la mentira, el poderío desgarrador, la soberbia
alienante y alienadora, …, en fin, Jesús siente el dolor más auténtico que
produce el pecado, puesto que todos los pecados de la
humanidad pesaban sobre Él.
La
pregunta de Jesús a su Padre, más que un reproche hacia Dios, es la oración del
justo que sufre pero que espera en Dios; y porque confía en Él es que lo llama en el momento
de su dolor más abismal: sabe que, aunque no ha de intervenir, lo escucha; y
deja claro que todo lo suyo está en manos de Dios.
Jesús ha
sido abandonado hasta por sus amigos. No cuentan, en este momento, ninguna de
las bondades que hizo a favor de las personas. Sus milagros, generosamente realizados,
no son tomados en cuenta. Solo hay odio que lo aplasta y se siente como un
gusano (Salmo 22, 6)… ¡Lo hemos abandonado!
Jesús, el
Hombre, vivió tan dolorosa experiencia. Pero, ¿acaso no sentía Él el dolor
extremo de una humanidad que sufre y que tiene rostro e historia? Es, pues,
momento de tomar conciencia: cerca de nosotros pudiera haber personas sintiendo
tal abandono. Pudiera haber personas que necesitan tener cerca a una Madre y a
un Amigo o una Pariente sobre quienes posar su mirada algún instante para
elevar la mirada al cielo, llena de esperanza, y clamar al Padre ante el abismo
de su dolor.
¡Hemos de
responder hoy al Señor! ¡Hemos de atenderle en quienes hoy se identifican con
el dolor del Siervo Sufriente de Dios!
ORACIÓN: ¡Señor Jesús, que sentiste
el dolor del martirio y la flagelación, de la corona y los clavos! Entiende mi
corazón que el dolor más desgarrador que sufriste fue el de tu Sacratísimo
Corazón, porque fue un dolor causado por mis pecados: soberbia, avaricia,
lujuria, ira, gula, egoísmo, pereza… Señor, me duele saber que te causo tal
dolor; no quiero verte sufrir. Por eso te ruego: ayúdame a no seguir pecando. Dame
la fortaleza para seguirte hasta la Cruz y buscarte en los momentos más duros
de mi vida. Que mi amor por Ti, Jesús, me lleve a no pecar. Amén.
V
PALABRA:
TENGO
SED (Juan 19, 28)
Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba
consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed. (Juan
19, 28)
REFLEXIÓN: Esta es la Palabra de la angustia física. Quien
haya sentido su boca seca, completamente seca, que le incapacita hasta para
pronunciar palabras, podrá darse idea de lo que implica esta frase de Jesús, ‘Tengo
sed’, e imaginar su angustioso momento.
El Salmo 22 nos refiere lo que pudiera haber vivido Jesús
mientras colgaba del madero de nuestra Salvación. Deshidratado por el martirio,
experimentó una gran sed física que no podría ser saciada.
También el Salmo 69
describe proféticamente que, habiendo cerca del lugar una vasija con vinagre o
‘vino agrio’, uno de los soldados mojó en ella una esponja y la acercó a los
labios del maestro (Salmo 69, 21), tal y como lo expresa el Evangelio (“le
dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no
quiso beberlo”, Mateo 27,34).
Mucho podríamos considerar
en torno a este hecho. Hay una primera oferta de vinagre para Jesús; si lo
hubiera tomado habría podido calmar su dolor, pues el vinagre era anestésico.
Por enfrentar el dolor de nuestros pecados con plena conciencia, no lo aceptó.
Sin embargo, la segunda vez que se lo ofrecen sí lo prueba (Mateo 27:48; Lucas
23:36). En esta oportunidad se lo ofrecieron burlándose de Él; pero Jesús ni
siquiera esta burla rechazó.
Ahora bien, ¿qué
implicación puede tener esta Palabra de Jesús para nosotros? Hay quienes
relacionan la sed de Cristo con ese camino angosto que nos lleva
al encuentro con Dios. El evangelista
san Juan nos presentó el encuentro entre Jesús y la mujer samaritana (Juan 4, 1-42),
en el cual Jesús le pidió a ella que saciara su sed pero se le ofreció para calmar
la sed a la mujer. O sea, Jesús tiene sed. También nosotros tenemos sed.
Físicamente, la sed es
una necesidad vital que nos lleva a buscar esa agua que nuestro organismo
necesita para poder vivir. Al tomar agua se activan nuestras funciones y nos
sentimos a gusto. Básicamente es el agua la que quita la sed.
Espiritualmente, la
persona que busca a Dios tiene sed de hacer lo que construye, de lo que nos
acerca a Dios y al prójimo, de lo que nos da vida verdadera, de su Palabra, de
sus sacramentos, de su Misericordia. La samaritana tenía sed; había vivido
marginada, primeramente por sus propias faltas pero, además, por la
indiferencia y los criterios estrictos, en desamor, de su prójimo.
Pero, ¿cuál era la sed
que Jesús tenía? Realmente, más que la sed física –que la había- Jesús tenía
sed de Misericordia. Y no tanto para con su Persona, sino para con cada
prójimo. Jesús tenía sed de justicia auténtica, sed de caridad, sed de
servicio, sed de comprensión y tolerancia, sed de respeto y enaltecimiento de
la persona humana; tenía sed de trabajo bien remunerado, de atención al
necesitado, de soluciones a tantos problemas sociales, de casas dignas para que
vivan sus hermanos y hermanas, de familias donde no falte el amor, de palabras
de reconciliación más que de violencia, de acuerdos más que de divergencias, de
enfermos y ancianos bien atendidos, de niños formados con amor y no por error.
Jesús tenía sed de amor, de tu amor y de mi amor…
ORACIÓN: Señor, Jesús, Tú que eres la fuente de Agua Viva,
calma nuestra sed; ven a nosotros y
capacítanos para quitar la sed a nuestro prójimo. Es más, danos de esa agua
transformada en Vino, que brota sobre el altar a cada instante para que,
recibiéndote, podamos calmar tu sed con nuestras buenas obras, hechas por amor
al hermano, a la hermana, por amor a Ti. Amén.
VI
PALABRA:
TODO
ESTÁ CONSUMADO (Juan 19, 30)
"Cuando Jesús tomó el vinagre,
dijo: “Todo está consumado”.
Inclinó la cabeza y entregó el espíritu”. (Juan
19, 30).
REFLEXIÓN: ¡Es la Palabra del triunfo! No nos es
posible comprender a plenitud la obra
redentora que ha colmado toda esperanza y ha superado toda predicción. Ante
ella podemos permanecer indiferentes o sentirnos movidos a actuar en
concordancia con tan inmenso amor.
Jesús había venido a hacer la voluntad del Padre (Juan
6, 38), a darle gloria con cada uno de sus gestos, con cada Palabra suya… Y
hoy, ya se ha cumplido la última de sus acciones entre nosotros, ‘todo está
cumplido’. Él mismo ha sido el oferente, el celebrante; Él mismo ha sido la
Víctima humilde y gloriosa, del más grato perfume. Se ha cumplido la voluntad
de Dios. Muchos no lo entendieron; sus ojos y sus sentidos físicos y
espirituales no se los permitían. Muchos no lo entendemos, porque también
nosotros estamos ciegos e insensibles…
Altar de inmolación, Trono de Gloria. ¡Cruz Redentora
de bendición! Con la Muerte de Jesús, por amor a nosotros y en obediencia al
Padre, la persona humana recobra lo que el pecado le había arrebatado y que la
Voluntad del Padre había esperado pacientemente, hasta el momento oportuno,
para devolvernos.
Infinitud de milagros y prodigios se obraron desde
el altar de la Cruz. El primero y fundamental, el vencimiento de la muerte. La
vida sacramental –concretamente la eucaristía y el bautismo- nace del costado
abierto de Jesús, de donde según lo atestigua el evangelista, ‘al punto brotaron sangre y agua’ (Juan
19, 34). Y, aunque ya esa vida acababa de ser entregada, aún entonces produjo
una vida más profunda, liberadora, que se ahonda en el amor de Dios: la Iglesia
nos enfrenta con nuestro pecado para liberarnos, llenándonos de la gracia de
Cristo Jesús. Muerte que se hace vida. Gracia que sobreabunda ante nuestro pecado
(Romanos 5, 20).
Jesús
constituye el ejemplo de una vida santa en obediencia al Padre, que se hace
servicio para quien le necesita, que enseña con lo que hace tanto como con lo
que expresa; una vida que llega para darse absoluta y totalmente. Una vida que
nada se reserva. Una vida de amor pleno, que sana y salva, que salva y libera… una
vida en plenitud. Una vida que nos ha entregado un camino para recorrer, camino
de salvación y de redención. Una vida que, quebrada por la muerte, sigue haciéndose
vida desde el costado abierto.
Dios lo
hizo todo para salvarnos. Jesús ya no puede hacer más por nosotros. En Él todo se
ha cumplido… Luego, ¿qué tenemos que hacer tú y yo para recibir la Gracia de
Dios? Las palabras de Jesús constituyen una invitación a dejar abrir nuestro
corazón al Suyo y confiar en Él, que todo nos lo ha dado.
ORACIÓN: Señor Jesús, que muriendo en el Árbol de la Cruz
nos entregaste la Salvación, ayúdanos a confiarnos a tu Corazón Misericordioso Traspasado
para enfrentar nuestras debilidades y sufrimientos, llenándonos de tu Vida.
Amén.
VII PALABRA:
PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI
ESPÍRITU
(Lucas 23, 46)
"Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre,
en tus manos entrego mi espíritu... y diciendo esto, expiró" (Lucas
23,46).
REFLEXIÓN: Finalmente, la Palabra de la
confianza, en la hora de la oscuridad, en la hora de la entrega plena, de la
comunión perfecta con el Padre. Pareciera que podemos escucharla unida al "fiat" de María: "Hágase en mi
según tu Palabra" (Lucas. 1, 38). Y lo hace con el poder que lo
determinante y trascendente requiere: dando una gran voz.
Terminó el tiempo del
Hijo, como convenía. Enseñarnos, aconsejarnos, explicarnos las Escrituras o
sanar y salvar a unos pocos no constituye ya su Misión. ¡Ha dado el fruto el
árbol de la Cruz, único camino para la Salvación.
Ahora, cuando ya se ha
cumplido la voluntad del Padre, tal y como lo había expresado, Jesucristo se ha
constituido en el único Camino, la única Verdad y la única Vida. La divina
humanidad del Hijo nos lo ha entregado todo, inclusive la condición de hijos de
Dios por mediación suya. En Cristo se unen la gloria del Padre y nuestra
Salvación. En Él se ha cumplido el Plan de Salvación previsto desde antiguo.
Por el tan grande amor de
Dios por la persona humana que había sido ubicada en el mundo como desamparada
ante su pecado, Dios entrega a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para
que el mundo sea salvo por Él (Juan 3,14-17). De una vez y para siempre las
puertas de la Salvación se abrirían para la humanidad entera. El grito fuerte
de Jesús proclamaba -hasta a los sordos de espíritu- que en ese momento sería
glorificado el Hijo del hombre y Dios sería glorificado en Él (Juan 13,31),
porque había llegado la hora anunciada en que todo lo que pidiéramos al Padre
en su nombre, el Hijo lo haría, para que el Padre sea glorificado en Él (Jn
14,13).
Ante ese grito, ¿qué
hacemos cuando nos toca el momento de la oscuridad, el momento del dolor?
¿Acudimos llenos de confianza al Padre para clamar y dejar que Él obre según su
Voluntad en nuestras vidas?
Y así como Cristo, nosotros
debemos intentar que cada día, cada instante de nuestras vidas, esté en las
manos del Padre. Pudiéramos pensar que somos brillantes y muy capaces, que nos
las sabemos todas… Sin embargo, sólo Dios conoce a plenitud el proyecto de
vida que cada uno, cada una, representa. Nuestra visión limitada de la vida
jamás podrá traspasar la visión amorosa del Padre que nos llamó a ser sus
instrumentos en medio de ésta, nuestra historia personal y social.
El Padre lo oyó, e
inmediatamente Cristo expiró.
ORACIÓN: Padre, Tú bien sabes lo que ocurre en mi vida. Me
diste todo lo que necesitaba para lograr correr la carrera como Tú esperabas.
Me hiciste libre y me diste una fe. Yo te agradezco. Por eso hoy, libremente,
te entrego mi vida para que la dirijas según tu santa Voluntad. Me hago dócil a
Ti, porque sé que de Ti solo puedo recibir Misericordia. Gracias, Señor.
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