Predicación de las Siete Palabras Semana Santa 2016





LAS SIETE PALABRAS:

 I PALABRA:         PADRE, PERDÓNALES, QUE NO SABEN LO QUE HACEN
                                                                           
II PALABRA:        EN VERDAD TE DIGO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO
                                                                                                            
III PALABRA:        MUJER, HE AHÍ A TU HIJO, HE AHÍ A TU MADRE
                                                                                                                                                                
  IV PALABRA:        DIOS MÍO, DIOS MÍO ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?

 V PALABRA;       TENGO SED

  VI PALABRA:     TODO ESTÁ CONSUMADO


 VII PALABRA:     PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU       
                                 


I PALABRA:      
PADRE, PERDÓNALES, QUE NO SABEN LO QUE HACEN.
(Lucas 23,34)

"Cuando llegaron al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí, y a los dos malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. Dividiendo sus vestidos, echaron suerte sobre ellos. El pueblo estaba allí mirando, y los gobernantes mismos se burlaban, diciendo: A otros salvó; sálvese a sí mismo si es el Mesías de Dios, el Elegido. Y le escarnecían también los soldados, que se acercaban a Él ofreciéndole vinagre y diciendo: ‘Si eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo’. Había también una inscripción sobre Él: Este es el rey de los judíos (Lc 23, 33-38)".

REFLEXIÓN: Nos encontramos ante la Palabra de perdón.
En una oportunidad Pedro le había preguntado a Jesús si se debía perdonar hasta siete veces a quien le hubiera ofendido. Probablemente él pensaba que era una posición acorde con las enseñanzas del Maestro. Seguramente se sorprendieron todos los que lo escuchaban cuando Él les dijo que ‘setenta veces siete’. Y seguramente, también, ninguno se atrevió a hacer planteamientos de desacuerdo, no porque hubieran captado íntegramente la instrucción, sino porque Jesús les explicó con un ejemplo (Mateo 18, 21-22)… 
Sin embargo, para ejemplos, el propio… Había llegado el momento de la ‘práctica final’ para Jesús. Llevaba tres años explicando las Escrituras a este pueblo que llevaba cientos de años tratando de caminar según la Ley de Dios. El Hijo de Dios se presenta y comienza a hablar de una manera novedosa y a explicar un sentido nuevo –pero congruente- para cuanto decía la Ley. Muchos se habían sentido afectados -especialmente los poderosos de la fe- por cada palabra y gesto de quien se proclamaba el Mesías de Dios. La Cruz había hecho presente ‘el momento de Jesús’. Un momento que ninguna persona querría protagonizar.
Y he aquí que el ‘perdonar siempre’ se cumplía: el Maestro -vuelto gusano por el poder político y religioso del momento-, sin contradecirse, hablaba a su Padre pidiéndole perdón para quienes no sabían lo que hacían, para quienes eran responsables –de una u otra manera- de lo que se le hacía… Salivazos, humillaciones, desnudez pública, carne desgarrada, espinas sobre sus sienes, latigazos y golpes… No pidió que no lo lastimaran -por cuanto Él había aceptado ese cáliz- ni bajar de la Cruz. No. Pidió a su Padre que perdonara a quienes habían hecho todo eso… no sabían lo que hacían…
Aunque pueda decirse que se refería a los soldados, quienes no sabían que estaban tratando de manera tan cruel al propio Hijo de Dios, ciertamente podemos entender que Jesús sí pedía a su Padre que los perdonara, siempre, porque si alguien hubiera podido comprender qué le hacían al Justo, no lo habrían hecho. Simplemente, Él estaba “orando por sus perseguidores” (Mt, 5, 44); y, si bien la ignorancia propia y de quienes les dirigían (Hechos 3, 17) había causado tal horror, ‘Dios había cumplido así lo que había antes anunciado por boca de todos sus profetas, que su Cristo había de padecer’ (Hechos 3, 18).
Si Jesús cargaba con las culpas de la humanidad, era de esta humanidad de quien hablaba cuando dijo ‘no saben lo que hacen’
Si tú y yo tuviéramos idea de lo que implica cada falta nuestra contra las personas y el mundo mismo, seguramente nos esforzaríamos por mantenernos en conformidad con el comportamiento que Dios nos pide. Porque no sabemos… agredimos a nuestros padres, hijos y hermanos, dañamos la naturaleza, destrozamos dignidades personales –propias y ajenas-, deformamos nuestras mentes y nuestras conciencias, tomamos lo ajeno –aun la vida de otros- destruimos la creación maravillosa que Dios hizo en cada persona, incluyéndonos...
ORACIÓN: Padre misericordioso, que nos entregaste a tu Hijo Unigénito para salvarnos de nuestro pecado, danos el valor de reconocernos pecadores y necesitados de tu Gracia, para que podamos vencernos y superar el pecado que nos aleja de Ti y nos daña a nosotros y a nuestro prójimo. Amén.

II PALABRA:     
EN VERDAD TE DIGO: HOY ESTARÁS CONMIGO EN EL PARAÍSO
(Lucas 23, 39-43)

39Uno de los malhechores que estaban colgados allí Le lanzaba insultos (blasfemias), diciendo: "¿No eres Tú el Cristo? ¡Sálvate a Ti mismo y a nosotros!" 40Pero el otro le contestó, y reprendiéndolo, dijo: "¿Ni siquiera temes tú a Dios a pesar de que estás bajo la misma condena? 41Nosotros a la verdad, justamente, porque recibimos lo que merecemos por nuestros hechos; pero éste nada malo ha hecho." 42Y añadió: "Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino." 43Entonces Jesús le dijo: "En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso." (Lucas 23, 43)

REFLEXIÓN: Esta es la Palabra de la esperanza.  Aunque hayamos podido vivir constantemente bordeando el pecado, hay momentos de nuestras vidas en los cuales no podemos menos que ver la verdad y liberarnos del yugo de la esclavitud del pecado. Así como sucedió en la cruz a aquellos que sí pudieran haber merecido ser castigados por sus delitos.
Jesús, el Santo de Dios, ha sido colocado entre dos malhechores, en medio de ellos, en medio de un mundo que descansaba en el pecado. Con lo cual no solo se cumplía la Escritura –‘y fue contado entre los malhechores’ (Isaías 53, 12)- sino que ese mundo recibía la Luz y el perdón del único que tenía poder para dárselo, Jesucristo.
Y, en ese momento, a punto de culminar el ejemplar castigo para aquellos dos hombres con su cruel muerte, se aprecian dos posiciones divergentes: uno –conocido como el ‘mal ladrón’- se une a la corriente de poder ofendiendo a Jesús y hasta retándolo –como si a Jesús le hubiera importado alguna vez el qué dirán-, no para que obrase con poder sino para aprovechar la oportunidad de humillarlo también él. No hay en este hombre reconocimiento y arrepentimiento de sus faltas. Ni cree en Jesús ni espera nada de Él.
Sin embargo, ante tanto dolor y tanto escarnio, el otro malhechor –conocido como Dimas, el ‘buen ladrón’- descubre la Verdad: ¡éste sí es el Mesías de Dios! Y aprovecha su momento, ese que el mundo le negó porque estaba etiquetado como ‘malo’ o porque no tenía fuerzas para dejar atrás la comodidad del pecado, y decide implorar Misericordia: ‘acuérdate de mí cuando estés en tu Reino’. Estaba ante ‘el Rey’ y debía aprovechar de pedir lo que nadie más podría darle: el Reino de Dios. Sus palabras son dichas desde la fe, que lo llena de esperanza y le permite hablarle en dignidad al Señor, llamarlo por su Nombre y suplicar; no por ser santo, sino por estar arrepentido y reconocer que en ese Jesús estaba su salvación.
La respuesta de Jesús debió llenarlo de paz: ‘estarás conmigo en el Paraíso’.
ORACIÓN: Padre bueno, que amas al pecador y aborreces su pecado, danos la capacidad de descubrir la Presencia de Jesús en medio de nuestras situaciones. Haz que, llegado el momento final, podamos suplicar a Él la Salvación que Él mismo nos ganó con su padecimiento y muerte en la Cruz e ir a vivir en las moradas celestiales eternamente. Amén.

III PALABRA:   
 MUJER, HE AHÍ A TU HIJO, HE AHÍ A TU MADRE
(Juan 19, 26-27)

Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: "Mujer, he ahí a tu hijo". Luego dice al discípulo: "He ahí a tu madre." (Juan 19, 26-27).

REFLEXIÓN: Es la Palabra de previsión. Faltan pocos minutos para que Jesús muera. No olvida el Señor ni a su Madre ni al discípulo amado. María no tenía esposo ni otros hijos, razón por la cual debía ser confiada a la protección de alguien. Y era posible que se la confiara a algún familiar, con quienes se mantenía relacionada, como es el caso de María de Cleofás que la acompañaba al pie de la Cruz. A pesar de eso, Jesús decide confiarla a Juan, su discípulo amado. Es evidente que hay algo más que el deseo de cuidar de su Madre; más aún si consideramos que, inmediatamente, se dirige al discípulo y agrega ‘he ahí a tu Madre’.
La que le dio la vida como hombre en su seno virginal no podría quedarse añorando un pasado que ya había producido sus frutos. Ella debía seguir hacia adelante; le correspondía ahora la misión de ser Madre de los cristianos, Madre de la humanidad  toda, la cual le es confiada en la persona de Juan. Desde el Calvario, María fue constituida en Madre nuestra.
Conviene apreciar una palabra, ‘Mujer’, con la que Jesús designa a su Madre. Otra mujer, Eva -la madre de todos los vivientes (Génesis 3, 20)-, había contribuido a que el pecado entrara en el mundo. María se constituye, pues, en la nueva Eva, la que coopera en el acontecimiento salvífico de la Redención, restableciendo, así, la figura de la ‘mujer’, cuya maternidad ha de difundir entre los hombres la vida nueva en Cristo. Ahora el antiguo ‘sí’ se hace nueva relación maternal. Su relación de Madre lo es ahora con cada uno de los cristianos; más aún, con cada hijo de Dios.
ORACIÓN: Padre nuestro, que quisiste que en María todos tus hijos tuviéramos una Madre, ayúdanos a confiarnos a sus cuidados maternales y a imitar esa su extraordinaria confianza en tu amor providente. Amén.

IV PALABRA:   
DIOS MÍO, DIOS MÍO ¿POR QUÉ ME HAS ABANDONADO?
(Mateo 27, 46)

"Desde la hora sexta se extendieron las tinieblas sobre la tierra hasta la hora de nona. Hacia la hora de nona exclamó Jesús con voz fuerte, diciendo: ¡Eloí, Eloí, lama sabachtani!  Que quiere decir: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado? Algunos de los que allí estaban, oyéndolo, decían: A Elías llama éste" (Mt 27, 45-47).

REFLEXIÓN: Es la Palabra de desolación En este momento conviene recordar que  nos encontramos ante ese Jesús que, siendo de condición divina, no se igualó a Dios, sino que se despojó de sí mismo tomando condición de esclavo, haciéndose  semejante a los hombres; que se veía como un hombre común y corriente, pero que fue capaz de humillarse a sí mismo, ‘obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz’. ( Filipenses 2,6-11)
Jesús sabía que su Padre estaba con Él, a su lado, pero que no intervendría. Entre ellos se había producido una especie de acuerdo, según el cual el Padre le habría dicho: si aceptas el Cáliz, Yo no intervendré. Pero Jesús, en su condición de ser humano, está vivenciando el sufrimiento y la angustia que cualquier persona puede sentir ante el dolor, la soledad, el abandono, la injusticia, la violencia, el rechazo, la mentira, el poderío desgarrador, la soberbia alienante y alienadora, …, en fin, Jesús siente el dolor más auténtico que produce el pecado, puesto que todos los pecados de la humanidad pesaban sobre Él.
La pregunta de Jesús a su Padre, más que un reproche hacia Dios, es la oración del justo que sufre pero que espera en Dios;  y porque confía en Él es que lo llama en el momento de su dolor más abismal: sabe que, aunque no ha de intervenir, lo escucha; y deja claro que todo lo suyo está en manos de Dios.
Jesús ha sido abandonado hasta por sus amigos. No cuentan, en este momento, ninguna de las bondades que hizo a favor de las personas. Sus milagros, generosamente realizados, no son tomados en cuenta. Solo hay odio que lo aplasta y se siente como un gusano (Salmo 22, 6)… ¡Lo hemos abandonado!
Jesús, el Hombre, vivió tan dolorosa experiencia. Pero, ¿acaso no sentía Él el dolor extremo de una humanidad que sufre y que tiene rostro e historia? Es, pues, momento de tomar conciencia: cerca de nosotros pudiera haber personas sintiendo tal abandono. Pudiera haber personas que necesitan tener cerca a una Madre y a un Amigo o una Pariente sobre quienes posar su mirada algún instante para elevar la mirada al cielo, llena de esperanza, y clamar al Padre ante el abismo de su dolor.
¡Hemos de responder hoy al Señor! ¡Hemos de atenderle en quienes hoy se identifican con el dolor del Siervo Sufriente de Dios!  
ORACIÓN: ¡Señor Jesús, que sentiste el dolor del martirio y la flagelación, de la corona y los clavos! Entiende mi corazón que el dolor más desgarrador que sufriste fue el de tu Sacratísimo Corazón, porque fue un dolor causado por mis pecados: soberbia, avaricia, lujuria, ira, gula, egoísmo, pereza… Señor, me duele saber que te causo tal dolor; no quiero verte sufrir. Por eso te ruego: ayúdame a no seguir pecando. Dame la fortaleza para seguirte hasta la Cruz y buscarte en los momentos más duros de mi vida. Que mi amor por Ti, Jesús, me lleve a no pecar. Amén.

V PALABRA:    
TENGO SED (Juan 19, 28)

Después de esto, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, dijo, para que la Escritura se cumpliese: Tengo sed. (Juan 19, 28)

REFLEXIÓN: Esta es la Palabra de la angustia física. Quien haya sentido su boca seca, completamente seca, que le incapacita hasta para pronunciar palabras, podrá darse idea de lo que implica esta frase de Jesús, ‘Tengo sed’, e imaginar su angustioso momento.
El Salmo 22  nos refiere lo que pudiera haber vivido Jesús mientras colgaba del madero de nuestra Salvación. Deshidratado por el martirio, experimentó una gran sed física que no podría ser saciada. 
También el Salmo 69 describe proféticamente que, habiendo cerca del lugar una vasija con vinagre o ‘vino agrio’, uno de los soldados mojó en ella una esponja y la acercó a los labios del maestro (Salmo 69, 21), tal y como lo expresa el Evangelio (“le dieron a beber vinagre mezclado con hiel; pero después de haberlo probado, no quiso beberlo”, Mateo 27,34).  
Mucho podríamos considerar en torno a este hecho. Hay una primera oferta de vinagre para Jesús; si lo hubiera tomado habría podido calmar su dolor, pues el vinagre era anestésico. Por enfrentar el dolor de nuestros pecados con plena conciencia, no lo aceptó. Sin embargo, la segunda vez que se lo ofrecen sí lo prueba (Mateo 27:48; Lucas 23:36). En esta oportunidad se lo ofrecieron burlándose de Él; pero Jesús ni siquiera esta burla rechazó. 
Ahora bien, ¿qué implicación puede tener esta Palabra de Jesús para nosotros? Hay quienes relacionan la sed de Cristo con ese camino angosto que nos lleva al encuentro con Dios.  El evangelista san Juan nos presentó el encuentro entre Jesús y la mujer samaritana (Juan 4, 1-42), en el cual Jesús le pidió a ella que saciara su sed pero se le ofreció para calmar la sed a la mujer. O sea, Jesús tiene sed. También nosotros tenemos sed.
Físicamente, la sed es una necesidad vital que nos lleva a buscar esa agua que nuestro organismo necesita para poder vivir. Al tomar agua se activan nuestras funciones y nos sentimos a gusto. Básicamente es el agua la que quita la sed.
Espiritualmente, la persona que busca a Dios tiene sed de hacer lo que construye, de lo que nos acerca a Dios y al prójimo, de lo que nos da vida verdadera, de su Palabra, de sus sacramentos, de su Misericordia. La samaritana tenía sed; había vivido marginada, primeramente por sus propias faltas pero, además, por la indiferencia y los criterios estrictos, en desamor, de su prójimo.
Pero, ¿cuál era la sed que Jesús tenía? Realmente, más que la sed física –que la había- Jesús tenía sed de Misericordia. Y no tanto para con su Persona, sino para con cada prójimo. Jesús tenía sed de justicia auténtica, sed de caridad, sed de servicio, sed de comprensión y tolerancia, sed de respeto y enaltecimiento de la persona humana; tenía sed de trabajo bien remunerado, de atención al necesitado, de soluciones a tantos problemas sociales, de casas dignas para que vivan sus hermanos y hermanas, de familias donde no falte el amor, de palabras de reconciliación más que de violencia, de acuerdos más que de divergencias, de enfermos y ancianos bien atendidos, de niños formados con amor y no por error. Jesús tenía sed de amor, de tu amor y de mi amor…        

ORACIÓN: Señor, Jesús, Tú que eres la fuente de Agua Viva, calma nuestra sed;  ven a nosotros y capacítanos para quitar la sed a nuestro prójimo. Es más, danos de esa agua transformada en Vino, que brota sobre el altar a cada instante para que, recibiéndote, podamos calmar tu sed con nuestras buenas obras, hechas por amor al hermano, a la hermana, por amor a Ti. Amén.

  VI PALABRA:
TODO ESTÁ CONSUMADO (Juan 19, 30)

"Cuando Jesús tomó el vinagre, dijo:  “Todo está consumado”.
Inclinó la cabeza y entregó el espíritu”. (Juan 19, 30).

REFLEXIÓN: ¡Es la Palabra del triunfo! No nos es posible comprender a plenitud la obra redentora que ha colmado toda esperanza y ha superado toda predicción. Ante ella podemos permanecer indiferentes o sentirnos movidos a actuar en concordancia con tan inmenso amor.
Jesús había venido a hacer la voluntad del Padre (Juan 6, 38), a darle gloria con cada uno de sus gestos, con cada Palabra suya… Y hoy, ya se ha cumplido la última de sus acciones entre nosotros, ‘todo está cumplido’. Él mismo ha sido el oferente, el celebrante; Él mismo ha sido la Víctima humilde y gloriosa, del más grato perfume. Se ha cumplido la voluntad de Dios. Muchos no lo entendieron; sus ojos y sus sentidos físicos y espirituales no se los permitían. Muchos no lo entendemos, porque también nosotros estamos ciegos e insensibles…
Altar de inmolación, Trono de Gloria. ¡Cruz Redentora de bendición! Con la Muerte de Jesús, por amor a nosotros y en obediencia al Padre, la persona humana recobra lo que el pecado le había arrebatado y que la Voluntad del Padre había esperado pacientemente, hasta el momento oportuno, para devolvernos.
Infinitud de milagros y prodigios se obraron desde el altar de la Cruz. El primero y fundamental, el vencimiento de la muerte. La vida sacramental –concretamente la eucaristía y el bautismo- nace del costado abierto de Jesús, de donde según lo atestigua el evangelista, ‘al punto brotaron sangre y agua’ (Juan 19, 34). Y, aunque ya esa vida acababa de ser entregada, aún entonces produjo una vida más profunda, liberadora, que se ahonda en el amor de Dios: la Iglesia nos enfrenta con nuestro pecado para liberarnos, llenándonos de la gracia de Cristo Jesús. Muerte que se hace vida. Gracia que sobreabunda ante nuestro pecado (Romanos 5, 20).
Jesús constituye el ejemplo de una vida santa en obediencia al Padre, que se hace servicio para quien le necesita, que enseña con lo que hace tanto como con lo que expresa; una vida que llega para darse absoluta y totalmente. Una vida que nada se reserva. Una vida de amor pleno, que sana y salva, que salva y libera… una vida en plenitud. Una vida que nos ha entregado un camino para recorrer, camino de salvación y de redención. Una vida que, quebrada por la muerte, sigue haciéndose vida desde el costado abierto. 
Dios lo hizo todo para salvarnos. Jesús ya no puede hacer más por nosotros. En Él todo se ha cumplido… Luego, ¿qué tenemos que hacer tú y yo para recibir la Gracia de Dios? Las palabras de Jesús constituyen una invitación a dejar abrir nuestro corazón al Suyo y confiar en Él, que todo nos lo ha dado.    
ORACIÓN: Señor Jesús, que muriendo en el Árbol de la Cruz nos entregaste la Salvación, ayúdanos a confiarnos a tu Corazón Misericordioso Traspasado para enfrentar nuestras debilidades y sufrimientos, llenándonos de tu Vida. Amén.

VII PALABRA:
PADRE, EN TUS MANOS ENCOMIENDO MI ESPÍRITU
(Lucas 23, 46)

"Jesús, dando una gran voz, dijo: Padre, en tus manos entrego mi espíritu... y diciendo esto, expiró" (Lucas 23,46).

REFLEXIÓN: Finalmente, la Palabra de la confianza, en la hora de la oscuridad, en la hora de la entrega plena, de la comunión perfecta con el Padre. Pareciera que podemos escucharla unida al "fiat" de María: "Hágase en mi según tu Palabra" (Lucas. 1, 38). Y lo hace con el poder que lo determinante y trascendente requiere: dando una gran voz.
Terminó el tiempo del Hijo, como convenía. Enseñarnos, aconsejarnos, explicarnos las Escrituras o sanar y salvar a unos pocos no constituye ya su Misión. ¡Ha dado el fruto el árbol de la Cruz, único camino para la Salvación.
Ahora, cuando ya se ha cumplido la voluntad del Padre, tal y como lo había expresado, Jesucristo se ha constituido en el único Camino, la única Verdad y la única Vida. La divina humanidad del Hijo nos lo ha entregado todo, inclusive la condición de hijos de Dios por mediación suya. En Cristo se unen la gloria del Padre y nuestra Salvación. En Él se ha cumplido el Plan de Salvación previsto desde antiguo.
Por el tan grande amor de Dios por la persona humana que había sido ubicada en el mundo como desamparada ante su pecado, Dios entrega a su Hijo al mundo, no para condenarlo sino para que el mundo sea salvo por Él (Juan 3,14-17). De una vez y para siempre las puertas de la Salvación se abrirían para la humanidad entera. El grito fuerte de Jesús proclamaba -hasta a los sordos de espíritu- que en ese momento sería glorificado el Hijo del hombre y Dios sería glorificado en Él (Juan 13,31), porque había llegado la hora anunciada en que todo lo que pidiéramos al Padre en su nombre, el Hijo lo haría, para que el Padre sea glorificado en Él (Jn 14,13).
Ante ese grito, ¿qué hacemos cuando nos toca el momento de la oscuridad, el momento del dolor? ¿Acudimos llenos de confianza al Padre para clamar y dejar que Él obre según su Voluntad en nuestras vidas?
Y así como Cristo, nosotros debemos intentar que cada día, cada instante de nuestras vidas, esté en las manos del Padre. Pudiéramos pensar que somos brillantes y muy capaces, que nos las sabemos todas… Sin embargo, sólo Dios conoce a plenitud el proyecto de vida que cada uno, cada una, representa. Nuestra visión limitada de la vida jamás podrá traspasar la visión amorosa del Padre que nos llamó a ser sus instrumentos en medio de ésta, nuestra historia personal y social.
El Padre lo oyó, e inmediatamente Cristo expiró.
ORACIÓN: Padre, Tú bien sabes lo que ocurre en mi vida. Me diste todo lo que necesitaba para lograr correr la carrera como Tú esperabas. Me hiciste libre y me diste una fe. Yo te agradezco. Por eso hoy, libremente, te entrego mi vida para que la dirijas según tu santa Voluntad. Me hago dócil a Ti, porque sé que de Ti solo puedo recibir Misericordia. Gracias, Señor.



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